La literatura de Kawabata tiene pocos exabruptos, así como cúspides de las cuales poder asirse al momento de realizar una critica escrita de su obra. Sus libros de una u otra forma siempre saben como a una concatenación de señas mínimas que por medio de la sutileza de su existencia hablan sobre grandes temas de Japón.
Y eso de alguna forma siempre me ha servido como brújula al momento de paladear la obra del japonés: son las cosas pequeñas y que aparentemente no cuentan nada -las que al final- permean la sensibilidad de sus personajes.
Son los paisajes que se describen al fondo la mayoría del tiempo los que sirven de tótems para sentir, quizás más que entender, lo que la pluma del japonés intenta provocar.
Es la nieve que siempre cae en uno u otro pasaje de sus libros, los paseos calmos por ciudades, los fantasmas de la posguerra, y como la tristeza parece siempre terminar dirigiendo a hombres y mujeres a continuar son sus vidas de la manera que puedan. ´
Con lo que puedan. Con lo que les quede. Con lo que pierden.
Es la sensación de dar paso a la siguiente generación y empezar una etapa crepuscular como en ‘El maestro de go’, o tal vez la mera conversación interna sobre la estética y el ser como en ‘La casa de las bellas durmientes’ una propuesta que encuentra cierta similitud en ‘País de nieve’ donde claramente el paisaje es igual de importante que el triángulo amoroso del protagonista.
«Un recuerdo lejano filtrado en la música es al mismo tiempo una ilusión cercana.»
Bailarinas va un poco por esa tangente. Es complejo el afirmar que sucedan grandes cosas en un entramado como este, pues de buenas a primeras las decisiones y los cambios que se van germinando en cada personaje mientras van corriendo las hojas no son del todo visibles hasta que de pronto es inevitable el dar la razón a que los cambios, no por silenciosos, no existen.
Bailar en silencio
Kawabata sabe de construcciones paulatinas, como acá, donde vemos como dos bailarinas, madre e hija, persisten como pueden en su dedicación ejerciendo de bailarinas de ballet occidental en un país que parece aun sacudido en la época de la posguerra.
Todo ello mientras Yagi, el marido y artista en decadencia, es quien carga las secuelas de una nación derrotada y que no encuentra muchas pistas desde donde construir un futuro salvo el de volcar esa frustración hacia las dos primeras, generando vínculos tóxicos y sensaciones de pobreza emocional.
«… Cada uno porta su tristeza. Así dice él. Cuando la tristeza pesa, terminamos aceptando las cosas incomprensibles que reconocemos inevitables.»
Namiko (la esposa) es en quien recaen con fuerza la fatiga feroz de ello, siendo de alguna manera quien debe dar los palos de ciego para poder afrontar y generar los cambios que inevitablemente son necesarios en su entorno y vida social más íntima. Y quien, como no podía ser de otra forma, refleja esos dos grandes círculos que terminan encerrando los libros del japonés: la soledad y el erotismo.
Porque si bien Namiko es lo suficientemente autónoma para hacer frente a Yagi (un demonio sin fuerza en palabras de Yukio Mishima) y a su vez lo suficientemente vulnerable para poder refugiarse en un débil Takehara no por ello renuncia a un mundo interno y externo donde toma el control de su propio erotismo.
Originalmente Bailarinas fue publicado en 1955 en el diario Asahi en un formato de entregas. Y sin duda resulta en otra pieza que abulta otro tanto la obra del premio Nobel japonés. Una que sigue definiendo un panteón repleto de historias que nunca escapan del invierno y donde la posibilidad a abrirse a la transformación se tantea todo el tiempo.
«A tus ojos, tu madre es una victima, pero en un matrimonio tan largo, no hay victimas sino un derrumbe de a dos.»
La costumbre de leer sobre cosas increíbles muchas veces termina fatigando la mera sorpresa de leer sobre cosas -que efectivamente- si se parecen al color y ritmo que tienen las vidas normales.
Es común relatar sobre los días increíbles y como estos desvían el rumbo de las historias, Kawabata por otra parte siempre da la idea que narra sobre todos los días, incluso esos aburridos donde los protagonistas yacen tumbados observando la fragilidad de sus vidas y como el tomar cualquier decisión luce como el acto más temerario del mundo.
Así son las historias de él. Un hombre que acabó con su vida a los 72 años pero que pareció vislumbrarla, al menos en sus letras, más como un compendio de hechos importantes provocados por momentos nacidos en instantes nimios que como una historia artificial donde todo es rimbombante. Las historias de Kawabata siempre suenan a realidad.
Y eso tal vez pueda alejar, o tal vez lo contrario. No hay respuestas fáciles para nadie.
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