Slowdive – Slowdive (2017)


Hablar de legado es complicado. No solo porque implica concordar en que se concibe como tal y cual es su envergadura, sino también porque muchas veces se extiende como una sombra sobre cualquier retazo que quiera florecer y expandirse fuera de esa capa enorme que se malentiende como “herencia” y termina anclando más que sirviendo de propulsión a lo nuevo.
Sumemos además que los días en esta era de la sobreinformación parecen ir demasiado rápido, tanto para foráneos como para nativos de internet. 22 años en estos tiempos no solo significan cambios en los paradigmas en que se desenvuelve todo, sino que es una cantidad tan apabullante de tiempo que perfectamente pueden significar el auge y caída de al menos media docena de bandas.
Por ello, no es menor lo que simboliza el regreso de Slowdive tras tanta agua bajo el puente. Una apuesta que podría haber resultado en un retorno de capa caída o que simplemente pudo pasar a sumar otro archivo más a esa enorme carpeta de bandas que decidieron crear nuevamente y adaptaron su sonido a los tiempos que pasaban con -spoiler- resultados pobres.
Esto es más cercano, tanto por estética como por misticismo, a lo que hizo My Bloody Valentine el 2013 con “MBV”. Una continuación natural de lo previo, pero al mismo tiempo añadiendo matices que justifican una entrega nueva.
Se tiende a pensar que necesitamos remakes de todo, que deberíamos tener canciones nuevas de bandas emblemáticas y -que de alguna manera- nos las deben. Pero no es así. No concuerdo con ello, tanto en ésta como en otras áreas. En el cine, por ejemplo, esta ola de rehacer continuamente buques insignes está provocando una falta de creatividad alarmante y una obsesión con la retromanía que parece no tener fin. En el caso de la música es agradable que bandas como Slowdive consigan resignificar su obra mediante la entrega de canciones que se mantengan a flote por si mismas y no se sienta como un pie forzado en que el resultado es producto más de una obligación que de la inspiración propiamente tal.
Piezas con voz propia como ‘Slomo’ y ‘Star Roving’ representan una de las cosas bonitas que implica escuchar asiduamente música. Una interacción prístina que te hunde inmediatamente en el cosmos de la banda, en lo que tienen para presentar ahora y porque- en este caso- si está justificado el que te tomen de la mano en éste nuevo viaje sónico.
Es destacable que las voces de Neil Halstead y Rachel Goswell se adapten a su condición actual, minimizando sus intervenciones para hacerlas mucho más notorias y tomando los años como una enseñanza que se debe plasmar en las canciones. ‘Sugar for the pill’ y la fantasmagórica ‘No longer making time’ hablan de ello: de que las guitarras también tienen memoria y no han perdido un ápice de emoción.
Y si nos vamos al final que está a cargo del elegante piano de ‘Falling Ashes’, notaremos que es de los pocos momentos donde todo se vuelve más pesaroso y sin esa búsqueda sonora de luminosidad como lo es el resto del álbum, pareciendo más concebida como un cierre crepuscular aun cuando su letra nos recalque una y otra vez que antes que todo termine se está continuamente pensando en amor. Y pensar sobre el amor siempre será una causa de peso, sea cual sea la concepción que tengamos del mismo.
No puedo evitar pensar que este álbum es un poco sobre eso: el volver, el amor y sobretodo como los años dan, quitan y devuelven cosas.

Fleet Foxes – Crack Up (2017)


La música de Fleet Foxes siempre sonó sumamente introspectiva, más allá de su inequívoco espíritu bucólico con tendencias barrocas. Discos como “Fleet Foxes” (2008) y “Helplessness Blues” (2011) tendían a la evocación por medio de su abundancia sonora: el invierno, el sonido de guitarras que parecen empapadas de lluvia o ese halo de vapor cuando toda la atmósfera ya es demasiado fría. Lugares comunes, claro que sí, sin embargo evocados como nunca.
Todo eso se puede todavía oír en la música de estos muchachos tras un hiatus no menor de seis años. Esa necesidad de poder palpar el sol cuando todo está demasiado nebuloso sigue ahí presente en “Crack Up”, el nuevo disco de la banda, lo cual es bueno pero trae consigo inherentemente una pregunta que es necesario hacerse: ¿Es realmente bueno que el tiempo en la música de los Fleet Foxes pareciese no haber hecho el más mínimo efecto?
Casos contrarios hay muchísimos. Los mismos Slowdive, que hace poco retornaron a la carretera discográfica tras un silencio mucho mayor, trajeron consigo un sonido que suena inapelablemente fresco. Con Fleet Foxes no se puede decir lo mismo.
No es que se pueda negar la belleza de piezas como ‘I am all that i need/Arroyo Seco/Thumbprint Scar’ o el mismo single ‘Third of May/Ōdaigahara’. De hecho, son canciones preciosísimas, llenas de vaivenes que invitan a la inmersión continuamente. Pero “Crack Up” de alguna manera se siente como ir a pasear a un lugar lindo pero al que ya habíamos venido demasiadas veces. Y es que la recurrencia con que acudimos a sus dos discos previos, además de a su EP, tal vez avivó cierta expectativa que nos hizo soñar despiertos que cuando nos volviesen a guiar a su imaginario habría una sonoridad totalmente nueva.
Y está bien, tiene variaciones –duraciones más extensas y menos ganchos melódicos- pero no alcanza a ser lo suficientemente significativo como para catalogarlo de retroceso u avance. “Crack Up” es un momento congelado en el tiempo.
Y bueno, tras esa ligera queja solo queda catalogar todo lo bueno que tiene para ofrecer, que digámoslo, parte desde una cuidada portada como es habitual en la banda de Seattle.
“Mute at midnight she might look like the answer” dice una de las frases de ‘I am all that i need’; una tendencia lírica que está más que presente en el resto del álbum. Si bien los cambios no son tan visibles en cuanto a lo musical a primeras oídas, otros recovecos poseen muchas de estas enigmáticas vueltas. Era casi imposible que la vida de Pecknold en New York y los cambios e incertidumbres que tuvo que afrontar en ese tiempo no se terminaran permeando en su obra actual.
‘Cassius’, por otro lado, tiene una evocación mucho más compleja, no siendo amable en su composición que parece entremezclar demasiado, volviéndose una pieza esquizofrénica pero no por ello menos magnética. Además de tener uno de los versos más duros de Pecknold, que se siente como un choque a toda velocidad contra un muro de realidad: “The song of masses, passing outside, all inciting the fifth of July. When guns for hire open fire, blind against the dawn. When the knights in iron took the pawn. You and I, out into the night held within the line that they’ve drawn”.
El oír al completo el disco le brinda un sentido nuevo a ‘Third of May’, que sale ganando y transformándose en un eje en este mar de pocas certidumbres. Y en uno de los pocos momentos genuinamente gancheros, además. De hecho, el otro single (‘Fool’s Errand’) no suena ni la mitad de urgente que este.
Muchas canciones, como ‘On another ocean (January/June)’, responden a la lógica de que quien quiera maravillarse tiene que adentrarse en ellas. No son fáciles, a veces un poco áridas, pero tienen mucho que dar. No por sentirse algo rutinario o ya visto, no tiene mucho para ofrecer. Ya lo hizo Jim Jarmusch en ese tremendo film que es “Paterson” (2016) donde asistimos a la vida diaria por siete días de un conductor de autobús quien encuentra en la poesía de su entorno y en su vida repetitiva una vía de escape. La salida de Pecknold –en este caso- son los Fleet Foxes, que para bien o mal retornaron con un disco que es necesario oír varias veces para ver si podemos sintonizar o no con él.
Afortunadamente estamos en la mejor época para ello, y entre el frío de esperar micros que no pasan nunca en un Santiago nublado, tal vez podamos descubrir (o perder) una que otra cosa con este folk enigmático y sobrecargado.