Hay cierto denominador común en la niñez, que no deja de tener cierta trampa, y es esa añoranza naif de querer saber en qué nos convertiremos de ‘grandes’.
Ciertas esperanzas en el futuro que jamás vuelven a ser tan auténticas –y optimistas- como lo son en ese entonces. En tiempos donde la nostalgia tiende a desfigurar los recuerdos para deformarlos y maquillarlos, con la idea de ser vendidos lo más rápido posible, historias como ésta refrendan la utilidad de algo tan manoseado hoy por hoy como lo es la memoria. Quien termina obsesionado con su pasado al final acaba trastocando ese concepto; convirtiéndolo en algo tan amorfo como alejado de su forma inicial. Parafraseando a ‘Asterios Polyp’ de Mazzucchelli:
“The more something is recalled, the more the brain has a chance to refine the original experience. Because every memory is a re-creation, not a playback.”
Y es que el fuerte de la historia de este manga radica en una idea tan sencilla como esa. Los sueños de un grupo de niños educados en el Japón de finales de los sesenta e inicios de los setenta, que ve como un juego de la infancia, repercute en sus vidas treinta años después, de la forma más horrorosa y peligrosa posible.
Un juego de héroes contra villanos clásico pero que se termina deformando tanto que ese esquema, inocente al principio, se retuerce en algo inicuo a nivel masivo.
Difícil ser más específico con una trama que recorre casi 50 años de historias y va sumando un catálogo de personajes principales que ronda la docena. Sin embargo el planteamiento inicial sería algo así:
“Kenji Endo maneja un minimarket en Tokyo, donde vive con su mamá y su sobrina bebé (que su hermana dejó a su cargo antes de desaparecer). Un día Kenji asiste al funeral de un antiguo amigo de la infancia y al juntarse con sus ex-compañeros de colegio termina relacionando esta muerte con varios asesinatos parecidos en los cuales siempre aparece un extraño símbolo, el mismo que él y sus amigos crearon cuando eran chicos como parte de un juego.”
Ese es el detonante y de ahí en más, la historia solamente va creciendo y extendiendo sus ramas. Abarcando muchas temáticas, siempre bajo el formato de thriller y una necesidad casi patológica por parte de Urasawa de recurrir a los giros de guión.
Giros que salen relativamente bien, pero que a ratos se hacen algo pesados. No obstante se entiende bajo la estructura capitulada que se le exige a este tipo de obra.
Es justo mencionar, eso si, que pasado el ecuador de la serie las resoluciones se vuelven un poco sosas y la presentación de misterios ya no sorprende tanto, aunque su primera mitad está bien calibrada y compensa todo lo demás.
Naoki Urasawa tiende a caer en esos vicios pero jamás deja que hundan el resultado global.
Y es que más que por la estructura, la riqueza del manga radica en sus temáticas: no teme volcarse en una especie de ‘1984’ revestido de ciencia ficción cuando lo amerita, o valerse de la conversión en figuras mesiánicas de los villanos de turno con tal de hacer casi imposible su caída.
Juega con muchos tópicos que por momentos parecen salirse de control, pero de una u otra forma Urasawa le da la vuelta justa para que no sea tan forzado.
Con costuras notorias pero amarradas con la suficiente cohesión para que no se desperdiguen.
El cambio de siglo
La paranoia por el inicio del año 2000 está tremendamente bien retratada. Ya no solo porque fija el punto más alto de la historia, si no que permea esa sensación de volubilidad que había por entonces.
¿El fin del mundo? ¿Invasiones? Parecen todas proyecciones de lo que al final la humanidad termina haciéndose a si misma. Buscando respuestas afuera, ojalá en símbolos gigantescos, para evitar hacerse preguntas hacia adentro.
De ahí que varios personajes tengan ese rollo con la identidad. Personas invisibles que extrapolan toda esa inseguridad en acciones -que por lo general- terminan muy mal. Esa exteriorización que convierte los sueños en un remedo pálido y desabrido nunca está tan bien graficada como cuando Kenji ve ese robot gigante en Año Nuevo.
El hombre de a pie
Quienes enfrentan al mal en ‘20th Century Boys’ no son prodigios, no son famosos ni mucho menos unos adonis. Son cuarentones frustrados, divorciados con trabajos apenas satisfactorios que se ven arrastrados a una situación que los sobrepasa, pero que entienden –disculpen el lugar común- que quienes evitan enfrentarse a quien está haciendo algo incorrecto son, como mínimo, cómplices del mismo.
Un enfrentamiento que cobra un valor tremendo, tomando en cuenta que el enemigo es un grupo organizado con evidentes ramificaciones en puestos de poder y al cual la ciudadanía parece no poder asociar con algo malvado.
Una definición al calco de como grupos de odio van permeando en las sociedades de forma silenciosa ganando adeptos mientras quienes deberían pararlos hacen la vista gorda.
Kenji Endo, representa a esa persona común que tiene que trabajar con su sobrina –literalmente- en su espalda para sobrevivir, pero que no evita sus responsabilidades.
Y es que le suma valor que quienes se suben a ese barco, no tienen la victoria asegurada, de hecho, 20th Century Boys se encarga demasiadas veces de mostrar al mundo como un lugar donde la corrupción esta tan adentrada, que las personas ‘buenas’ son devoradas (o aplastadas) por el poder.
El poder la música
Desde el titulo del manga que viene de la canción de T-Rex, la música tiene un papel primordial en toda la historia. Es el poder que tiene una canción el motor que mueve el enfrentamiento final sin ir más lejos. Y es que desde las primeras viñetas ya se habla de la preponderancia de la misma, con Kenji poniendo música a todo chancho en su colegio para posteriormente quedarse con la sensación que nada había cambiado en sus compañeros después de eso, ignorando que muchas veces la incidencia de la misma, parte desde dentro y posteriormente va concatenando cambios sucesivos en los demás.
El valor del arte, en forma de música en esta pasada, es el único capaz de hacer frente a poderes tan amplios que abaten sin chistar a las personas corrientes (según esta visión de Naoki Urasawa). Un tótem lo suficientemente firme del que aferrarse para sobrellevar los días oscuros, como lo son los que les toca enfrentar a ese tropel de agentes de aduanas, vendedores de fideos y oficinistas, etc.
Una obra igual o mejor que Monster (el otro manga más famoso de Urasawa) y que con sus 249 capítulos, o 22 tomos si prefieren, no deberían ser dejada de lado bajo ningún punto.
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