Hablar de legado es complicado. No solo porque implica concordar en que se concibe como tal y cual es su envergadura, sino también porque muchas veces se extiende como una sombra sobre cualquier retazo que quiera florecer y expandirse fuera de esa capa enorme que se malentiende como “herencia” y termina anclando más que sirviendo de propulsión a lo nuevo.
Sumemos además que los días en esta era de la sobreinformación parecen ir demasiado rápido, tanto para foráneos como para nativos de internet. 22 años en estos tiempos no solo significan cambios en los paradigmas en que se desenvuelve todo, sino que es una cantidad tan apabullante de tiempo que perfectamente pueden significar el auge y caída de al menos media docena de bandas.
Por ello, no es menor lo que simboliza el regreso de Slowdive tras tanta agua bajo el puente. Una apuesta que podría haber resultado en un retorno de capa caída o que simplemente pudo pasar a sumar otro archivo más a esa enorme carpeta de bandas que decidieron crear nuevamente y adaptaron su sonido a los tiempos que pasaban con -spoiler- resultados pobres.
Esto es más cercano, tanto por estética como por misticismo, a lo que hizo My Bloody Valentine el 2013 con “MBV”. Una continuación natural de lo previo, pero al mismo tiempo añadiendo matices que justifican una entrega nueva.
Se tiende a pensar que necesitamos remakes de todo, que deberíamos tener canciones nuevas de bandas emblemáticas y -que de alguna manera- nos las deben. Pero no es así. No concuerdo con ello, tanto en ésta como en otras áreas. En el cine, por ejemplo, esta ola de rehacer continuamente buques insignes está provocando una falta de creatividad alarmante y una obsesión con la retromanía que parece no tener fin. En el caso de la música es agradable que bandas como Slowdive consigan resignificar su obra mediante la entrega de canciones que se mantengan a flote por si mismas y no se sienta como un pie forzado en que el resultado es producto más de una obligación que de la inspiración propiamente tal.
Piezas con voz propia como ‘Slomo’ y ‘Star Roving’ representan una de las cosas bonitas que implica escuchar asiduamente música. Una interacción prístina que te hunde inmediatamente en el cosmos de la banda, en lo que tienen para presentar ahora y porque- en este caso- si está justificado el que te tomen de la mano en éste nuevo viaje sónico.
Es destacable que las voces de Neil Halstead y Rachel Goswell se adapten a su condición actual, minimizando sus intervenciones para hacerlas mucho más notorias y tomando los años como una enseñanza que se debe plasmar en las canciones. ‘Sugar for the pill’ y la fantasmagórica ‘No longer making time’ hablan de ello: de que las guitarras también tienen memoria y no han perdido un ápice de emoción.
Y si nos vamos al final que está a cargo del elegante piano de ‘Falling Ashes’, notaremos que es de los pocos momentos donde todo se vuelve más pesaroso y sin esa búsqueda sonora de luminosidad como lo es el resto del álbum, pareciendo más concebida como un cierre crepuscular aun cuando su letra nos recalque una y otra vez que antes que todo termine se está continuamente pensando en amor. Y pensar sobre el amor siempre será una causa de peso, sea cual sea la concepción que tengamos del mismo.
No puedo evitar pensar que este álbum es un poco sobre eso: el volver, el amor y sobretodo como los años dan, quitan y devuelven cosas.